Seleccionar página
Tiempos de libertad

Tiempos de libertad

Tiempos de libertad

 

11/03/2021     16/05/2021

Las convulsiones políticas que sufrió la España de los setenta, integradas en lo que vino posteriormente a denominarse Transición, propiciaron la aparición de numerosas hornadas de creadores que convirtieron estos años en uno de los momentos culturales y artísticos más novedosos e independientes de nuestra historia.

Las opciones figurativas tienen a su máximo representante en el grupo La Nueva Figuración Madrileña, al que pertenecieron Alfonso Albacete, Juan Antonio Aguirre, Carlos Alcolea, Chema Cobo, Carlos Franco, Luis Gordillo, Herminio Molero, Rafael Pérez Mínguez, Guillermo Pérez Villalta y Manolo Quejido. Aglutinados en la Sala Amadís de Madrid y en torno a la Galería Buades, estos pintores se comprometieron con la defensa de una pintura encendida tanto en el color como en la mordacidad, eminentemente narrativa -lúdica o autobiográfica- y que se separaba con energía de la herencia blanquinegra, el sentido trágico de la creación y el fuerte compromiso político y social vividos por la generación anterior. La referencia la encontraron en el último pop, pintores del color y la concisión del dibujo como Matisse o el rebelde y refractario Duchamp, cuya influencia les introdujo en el cultivo de una revisión un tanto retorcida de la vanguardia forzada a dialogar con la tradición premoderna y los clásicos.

En los márgenes de la figuración se inscriben Miguel Ángel Campano, que de la mano de Guerrero llegará a la recreación del mundo sensible donde se parafrasea el mundo grecolatino y las grandes constelaciones del Clasicismo y el Romanticismo, y Navarro Baldeweg, cuya trayectoria está marcada por su formación como arquitecto y sus comienzos artísticos dentro de las prácticas conceptuales, terreno en el que también se movieron Eva Lootz y Adolfo Schlosser. La evolución de Lootz se vio favorecida en los ochenta por la mayor atención que recibirán las “poéticas de lo femenino” y la revitalización a nivel internacional de la escultura, que asumirá propuestas objetuales, instalativas, preformativas, procesuales o ambientales con las que enlazó el trabajo de la artista. Adolfo Schlosser mantuvo a lo largo de su vida un voluntario aislamiento que propiciaba el carácter ensimismado y arcano de sus trabajos, donde se interiorizan presupuestos del earth art, el land art, el body art, el mínimal o el conceptual. Su obra conjuga el rigor del proceso mental con una manufactura que le imprime a la forma la más delicada de las sensibilidades.

La nueva abstracción aúna muy diferentes artistas. Gerardo Delgado y Jordi Teixidor, influenciados por el grupo de Cuenca y la abstracción norteamericana -dando la primacía a la pincelada, el color y una mínima pulsión gestual-, figuran como antecedentes inmediatos de los artistas del momento, entre los que destacan los miembros del grupo Trama: José Manuel Broto, Xavier Grau, Javier Rubio y Gonzalo Tena, que se ampararán en los presupuestos de los Supports- Surfaces franceses donde las teorías freudomarxistas se conjugan con una depuración sintáctica de corte minimalista y tendencia analítica. En los aledaños de esta nueva abstracción nos encontramos con otros nombres que transitaban más en solitario, como el de Soledad Sevilla, cuya obra de los ochenta la protagonizan tupidos cruzamientos lineales llenos de lirismo y evanescentes efectos de penumbra o espacios evocados, o Carmen Calvo, quien desde mediados de los setenta desarrolla una obra refractaria a las taxonomías. El éxito de Miquel Barceló vino a interpretarse como la consolidación de un nuevo modelo de artista que las nuevas condiciones políticas, económicas y culturales de nuestro país empiezan a permitir. Junto a él, grandes protagonistas de la vuelta triunfal a la pintura expresionista, cargada y densa, trabajada con violencia y rapidez, serán también José María Sicilia, José Manuel Broto y Ferrán García Sevilla.

Participan de este impulso generalizado con que se favorecen las opciones pictóricas otros nombres como los de Antón Lamazares, que dentro de la abstracción se concentra en un repertorio limitado de materiales (cartón, madera, barniz) para obtener una rentabilidad asombrosa, Xesús Vázquez ejemplificando la presencia de las instancias conceptuales dentro de la experiencia pictórica, y Juan Uslé, cuyo entusiasmo expresionista final se materializa en sus célebres cuadros vinílicos basados en la regulación de largas pinceladas regulares y pequeños giros o rizos.

Frente a la casi unánime reivindicación de la pintura en la primera mitad de los ochenta, a partir de la segunda, asistiremos a un verdadero reemplazo disciplinar por parte de la escultura, que acoge implicaciones de raigambre neo-conceptual. Miquel Navarro apuesta por una escultura disgregada que huye de la concepción tradicional y que cuestiona los intentos de fusión interdisciplinar de la vanguardia heroica y sus sueños de planificar el entorno del hombre en su totalidad. Las metrópolis del artista tomarán como base sus elementos más significativos: chimenea, torre, casa, nave, templo, fábrica…

Al igual que ocurriera con la promoción de pintores coetánea, también desde la escultura los años ochenta verán despegar a nivel internacional artistas como Susana Solano, Juan Muñoz o Cristina Iglesias. La primera lo logrará gracias a la contundencia de una propuesta escultórica que, arrancando de las conquistas posminimalistas, alude con agudeza a muy diversos, complejos y lejanos universos estéticos. Juan Muñoz se implicó con la nueva escultura británica y se convirtió en obligada referencia a la hora de estudiar la generación responsable de su radical renovación. Sus sofisticadas estrategias desdibujan la demarcación estricta entre espectador y creador, y entre la escultura y otras manifestaciones vecinas como la instalación. Las piezas de Cristina Iglesias parafrasean elementos arquitectónicos a los que incorpora cierta organicidad y una imponente presencia textural mediante una cuidada elección de los materiales.

La obra artística de Jaume Plensa reflexionó sobre la existencia y la condición humana a través de hierros y forjados cuyo áspero tratamiento inducían las lecturas más expresionistas. Francisco Leiro enlaza aspectos manieristas y barrocos de la imaginería gallega con el resurgir neoexpresionista y el empleo de materiales inusuales que imprimirán a sus esculturas aspectos contradictorios que enriquecen su innato sentido de la narración. Mención especial merece Pepe Espaliú, quien mantuvo una batalla final contra el sida que le sirvió para ahuyentar buena parte de los fantasmas que convocaba en los años ochenta. La necesidad de compartir su dolor supuso una de sus metáforas más estremecedoras y de mayor calado en torno a esta tragedia. Su obra prefigura muchas de las cuestiones más acuciantes de índole político y social que durante la última década del siglo la escultura posterior quiso asumir como propias.

Adaptación del texto de Óscar Alonso Molina para el catálogo de la exposición.

Colaboradores:
Cultural Rioja

Fotografía:
Fernando Díaz

Guillermo Pérez Villalta

Guillermo Pérez Villalta

Guillermo Pérez Villalta

 

12/05/2005     26/06/2005

Hace tiempo escribí que si a las religiones se les quita las creencias, lo que queda es arte.
Hablar de estas dos manifestaciones del ser humano puede prestarse a confusión y malas interpretaciones. Ambas aparecen casi al mismo tiempo y son difíciles de separar, puesto que nacen de una misma fuente de deseo.
El conocimiento humano se basa en varios métodos: por un lado, el científico –en el que las cuestiones pueden ser demostradas– es un método lento pero que nos da una cierta fiabilidad; el filosófico, que cuestiona la propia facultad de pensar y discernir, y el artístico, que se basa en el deseo y no en la verdad. Luego está la Religión, en la que según ella, la verdad es verdadera, no se discute ni plantea.

La Razón, las luces, han servido y sirven al ser humano en este dificultoso pero apasionante camino del conocimiento y también me ha guiado a mi.
Hace también algunos años, al final de la década de los noventa, puse como lema en un cuadro “Cualquier verdad no es totalmente verdadera”. Este principio de duda me ha acompañado a lo largo de mi vida consciente. Ser un “descreído” tiene su lado amargo pero también da sus buenos frutos. Uno de ellos es aceptar la paradoja como forma de conocimiento.

Vivimos una sociedad donde todo se polariza, donde o se es una cosa o la contraria. Esta forma de verdades encontradas ha producido un sinnúmero de aberraciones: la negación de cualquier virtud en la verdad opuesta hace que los creyentes de una verdad adopten posturas que rayen en el ridículo. Lo vemos cotidianamente y el arte no queda al margen, por supuesto. Incluso el mismo escepticismo cae en la trampa. La figura del intelectual escéptico, que “pasa de todo”, es una de las figuras más dramáticas por las que pasa el actual pensamiento humano.

No creer no significa no desear. No creer en una supuesta verdad no significa que no la contemplemos placenteramente, como no necesitamos que una historia novelesca sea verdad para que nos emocione. Eso es el arte.
La actitud paradójica sin duda nos enriquece, y digo “sin duda” de un modo consciente. No tenemos que discernir entre dos sistemas, podemos gozar de lo que nos gusta, de lo que deseamos, y probablemente es más verdadera que cualquier posición polemizada.

Quizás entonces entienda el lector mi postura en el arte, tanto como degustador como creador. Para mí siempre me han parecido ridículas posturas enfrentadas como modernidad y clasicismo, abstracción y figuración, conceptual y obra artística o nuevos medios y pintura. Todo me parece un mismo puesto donde recoger frutos para el arte, y no por ello ser un ecléctico de medias tintas, sino apasionado hacedor. Pero ¡cómo hacer entender a los “talibanes” del arte que sí, que lo que dicen me interesa mucho, pero que no es toda la verdad, que hay muchas otras cosas! Entre ellas, una fundamental, la que los griegos hicieron madre de las musas: la memoria.

Mi memoria y la de la humanidad me importa como individuo y como ser humano. Es un deber el mantenerla y entregarla, es nuestro tesoro más preciado. Nos corresponde el llevarla como el ADN lleva la de nuestra memoria biológica.
Así el artista y el arte tienen que llevar esa memoria como algo sagrado. Si no se tiene esa memoria el arte será algo infantil, balbuceante y ridículamente primario.
Ni en el arte ni en ningún sistema de conocimiento se puede hacer borrón y cuenta nueva, so temor de volver a repetir lo que ya se ha hecho. La insistencia en la postura puntual, en la ya equívoca pose de “lo último”, sin una visión circular de todo aquello que nos rodea, ha hecho del arte en estos momentos algo empobrecido y carente de auténtico significado y trascendencia.
La memoria, que tanto nos enseña, podría llevarnos a recordar ese momento del paso del siglo XVIII al XIX, donde el antiguo orden se deshacía, donde las incuestionables normas de las religiones monoteístas comenzaron a tener fisuras, los oscurantismos de demonios y magias fueron iluminados por la Razón y lo exótico empezó a cuestionar las estéticas de Occidente.

Aquí se plantea el hombre las dudas actuales y la soledad del individuo. Luego, en un continuo movimiento de vaivenes, se pasa a nuevas posturas acomodaticias para llegar a otra pequeña revolución y, así, hasta el presente, donde lo “revolucionario” es otra forma simple que no hace sino ocultar que los problemas planteados no han sido resueltos.
Cuando en este nuevo orden la religión, cristiana fundamentalmente, perdió su primacía y omnipresencia, el arte se quedó a la deriva. Hasta entonces estaba claro que los dioses o el dios había que arroparlo con lo más bello. Si todo provenía de él, si él era nuestro protector y dador de vida, ¿cómo no íbamos a hacerle una catedral gótica, por ejemplo? Después, todo se volvió más confuso. William Blake inventa nuevas mitologías, Friedrich hace altares con lejanas montañas en una búsqueda de un nuevo dios despojado de pesados atributos, u Otto Runge crea un retablo donde la mañana ilumina un nuevo recién nacido.

Peor lo tenía el arte cuando le tocaba festejar al pueblo soberano, la Constitución o las virtudes nacionales. Luego vino la Vanguardia y le dijo al artista: “sé libre”, y todavía anda dando carreras para festejar su libertad sin saber muy bien qué hará cuando pare.
Si, el arte se quedó un poco perdido cuando se quedó sin dios, mitos, historias sagradas, vidas de santos, milagros y visiones. Y más aún, cuando todo esto que a lo largo de los siglos, con gran creatividad y primor, había edificado, se le dijo que no podía ser tocado, a no ser que se hiciese como crítica o ironía.

GUILLERMO PÉREZ VILLALTA

Artista:
Guillermo Pérez Villalta

Colaboradores:
Cultural Rioja

Fotografía:
Justo Rodríguez

Alzheimer. Peter Granser

Alzheimer. Peter Granser

Peter Granser

ALZHEIMER

 

10/11/2005     11/12/2005

En el otoño de 2001, Peter Granser fue seleccionado para participar en el «World Press Photo Masterclass». Los responsables del taller habían propuesto a los jóvenes fotógrafos participantes un tema concreto. Se trataba de un tópico de moda: la identidad. En lugar de fijarse en las formas en las que la gente define su identidad -un primer beso, un primer par de tejanos de The Gap, un estudiante de primer año-, Granser se interesó por un extremo mucho menos atractivo del espectro. Centró su atención en el Alzheimer y en lo que éste conlleva: el ataque a la identidad, la progresiva e inexorable pérdida de uno mismo.

El tema del Alzheimer no le pilló por sorpresa. Antes de fijarse en esta enfermedad, había realizado un proyecto titulado Sun City, en el que retrataba una comunidad de jubilados en el sudeste de los Estados Unidos. En aquella extraña ciudad repleta de jubilados llenos de arrojo, se había topado con un sinfín de detalles enigmáticos. Recopiló imágenes de arrugas, cactus, secadores de pelo y flamencos de plástico y contó con ellas una historia, esencialmente cierta, aunque algo exagerada sobre formas de envejecer. En Sun City, hacerse mayor no pasa por sentarse en una mecedora en el porche, echar la vista atrás y prepararse, poco a poco, para abandonar esta vida. Al contrario: la historia que nos cuenta Granser muestra a hombres y mujeres que se han reinventado a si mismos sin compromisos ni sentimentalismos. Su trabajo sobre el Alzheimer sondea el otro extremo, el de la dependencia y la vulnerabilidad. Sin embargo, tal y como ya ocurre en Sun City, Granser aborda el tema desde el asombro y no desde el cinismo.

«Me interesa mostrar imágenes sencillas, que permitan comprender la enfermedad y transmitan la impresión de aislamiento que tienen quienes la padecen». Granser equilibra cuidadosamente sus series. Por un lado las imágenes colocaban en primer plano el ser humano y la experiencia por la que tenían que pasar. Pero por otro lado, el fotógrafo demuestra un gran respeto por la dignidad del paciente en todo momento. Los tonos pastel arrojan una luz muy favorecedora tanto en hombres como en mujeres; la cámara sigue sus pasos, sus gestos. El color desempeña un papel fundamental en esta apuesta por el equilibrio. Funciona como un velo protector para los retratados. La rigidez del formato medio forzó aun más la necesidad de precaución.

Los retratos de Granser manifiestan una imponente inmediatez. Es casi imposible escapar a la fascinación de los rostros, no sucumbir al deseo de contemplar las vidas que representan. En su trabajo los hombres y mujeres no posan para la cámara, no ofrecen sus rostros a la mirada del fotógrafo. Están perdidos en la inquietud que impone el Alzheimer. Eso sirve para garantizar la autenticidad de los retratos.

Las fotografías de Peter Granser no pretenden dar una visión completa del asunto. Sus series fotográficas no se presentan como un estudio científico. Con prudencia, sobriedad y optimismo, las imágenes inician un diálogo, dirigen nuestra mirada hacia rostros y gestos que, de otro modo, no nos hubiésemos tomado la molestia de observar. Granser no es dado a exageraciones. Lo diré de nuevo: ésta es sólo una de las historias que muestra las huellas que el Alzheimer deja tras de sí. Habla de pérdida. Habla de dignidad. Y de las resplandecientes contradicciones del rostro humano.

Christoph Ribbat (Fragmentos del texto del catálogo de la exposición)

Artista:
Peter Granser

Colaboradores:
Cultural Rioja

Fotografía:
Justo Rodríguez

Juan Antonio Aguirre

Juan Antonio Aguirre

Juan Antonio Aguirre

 

15/07/2005     30/10/2005

Hace muchos años que conozco a Juan Antonio Aguirre, tantos como ha dedicado a la pintura y a la crítica. Era ese «señor con abrigo largo» y negro que, antes de tratarle, llamó la atención de Guillermo Pérez Villalta. A mí me parecía, con su rostro serio, anguloso y tallado en planos, un personaje de La calle de Kirchner. Nos conocimos y coincidimos en numerosas ocasiones y hablamos otras tantas. Desde que apareció en el panorama artístico de Madrid de los años sesenta, Juan Antonio Aguirre jugó un importante papel como pintor y como crítico en una renovación de la pintura española que hoy se ve como una terapia imprescindible.

Siempre me ha llamado la atención de Juan Antonio Aguirre como pintor el que, en una época de cambios e influencias, de préstamos y miradas de reojo de los artistas a lo que hacen los demás, haya sido capaz de mantenerse como propietario insobornable de un mundo propio. O lo que es igual, de haber sido capaz de formular un lenguaje íntimo y personal, con unos planteamientos independientes, basados en el ejercicio de una pintura sin contaminaciones. Es una forma de entender la pintura que desconoce el significado de la llamada del canto de las sirenas por las modas. Ser pintura y tendencia desde uno mismo aparece ante nuestra mirada como una acción excepcional. Es una actitud que tiene sus riesgos y que suscita, por carecer de complicidades, la animadversión, callada o irascible, de muchos acólitos.

La pintura de Juan Antonio es magnética y atrae nuestra mirada hacia algo que es solamente pintura. Acercarnos a ella supone aceptar el guiño del pintor que nos pone ante nuestros ojos unos cuadros que parecen ingenuos pero que no lo son, que se muestran como simples y esenciales, cuando son obras de una gran complejidad. Son obras que muestran una alegría de pintar , «una alegría poco escandalosa, pero que contagia». Juan Antonio Aguirre ha entendido la pintura como un triunfo, de la alegría vital que produce el estar conforme consigo mismo.

Cada cuadro de Juan Antonio Aguirre presenta, además de las contradicciones aparentes a las que he hecho referencia, otras muchas más. Nuestra mirada está acostumbrada a contemplar lo complejo y complicado, a ver una pintura en la que los signos, los juegos de contraseñas y los secretos para iniciados, son la tónica general. Cuando vemos un cuadro, concebido solamente desde la pintura, el primer impulso es buscar en su esencialidad las claves de su razón de ser. Los cuadros de Juan Antonio Aguirre pueden suscitar esta impresión. Sin embargo, no responden a una trama oculta, sino al simple orden visual de la pintura misma. Por eso, cuando se desvela este efecto, se comienzan a buscar reminiscencias, sugestiones y ensoñaciones con otros artistas. Y se habla de que tiene un toque muy francés o que se encuentra influido por el expresionismo alemán. Podríamos, en esta disquisición, confeccionar una inagotable nómina de pintores y tendencias. Tantas como se han producido como expresiones que comienzan y acaban en la mera pintura. Hay, eso sí, concomitancias y sintonías con artistas que él ha valorado en época temprana como Iturrino, Dufy, Matisse o Bonnard, porque son pintores que enfocan la representación desde unos mismos usos del color, y que forman un Parnaso de escogidos para quienes pintar es un acto de disfrute.

Víctor Nieto Alcaide. Texto extraido del catálogo de la exposición

Artista:
Juan Antonio Aguirre

Colaboradores:
Cultural Rioja

Fotografía:
Fernando Díaz

Joan Colom

Joan Colom

Joan Colom

 

06/07/2005     27/08/2005

En 1958, Joan Colom empezó a realizar fotografías en las calles del barrio Chino de Barcelona. Aficionado a la fotografía desde sólo un año antes, Colom encontró una manera eficaz de tomar imágenes clandestinamente del entorno callejero de los bajos fondos, sin mirar por el visor, con la cámara semioculta en la mano y disparando por debajo de la cintura. El resultado son unas imágenes donde se combina la sequedad testimonial de la vida del subproletariado urbano con la modernidad del fotorreportaje vanguardista.

Colom trabajó de manera continuada en el barrio Chino entre 1958 y 1961, aproximadamente. Con este trabajo realizó en 1961 una exposición individual en la Sala Aixelà de Barcelona, que después fue itinerante por España. La difusión de este trabajo se debe, sobre todo, a la publicación en 1964 del libro Izas, rabizas y colipoterras, con texto de Camilo José Cela.

Afectado por un cierto escándalo provocado, a raíz de la publicación del libro, por una de las mujeres que aparecían en sus fotografías, en 1964 Colom se apartó de la fotografía durante un largo período, prácticamente hasta los años ochenta. A partir de entonces reemprendió el trabajo fotográfico y su obra empezó a ser recuperada en las principales exposiciones retrospectivas de las vanguardias fotográficas españolas de los años cincuenta y sesenta. En 1996 realizó una exposición individual en la galería Forum de Tarragona. El mismo año el Museu Nacional d’Art de Catalunya reconstruyó su exposición de 1961, «El carrer. Joan Colom a la Sala Aixelà, 1961», y en 2002 recibió el Premio Nacional de Fotografía.

Colom pertenece a una generación de fotógrafos españoles que, en la segunda mitad de los años cincuenta, renueva el lenguaje de la fotografía y lo incorpora a las tendencias de vanguardia de su momento. Los modelos de referencia son los fotógrafos modernos de París (Cartier-Bresson, Brassaï, Man Ray, Doisneau) y Nueva York (Walker Evans, William Klein, Garry Winogrand, Helen Levitt, Robert Frank). Esta generación encuentra en Barcelona su precursor en Català-Roca y su culminación en Miserachs, Maspons, Masats y el propio Colom. El gran crítico fotográfico de esta generación, Josep María Casademon, se refirió a este período como la «nueva vanguardia» y corresponde al apogeo de las revistas ilustradas, el último gran momento de hegemonía de la fotografía en los medios de comunicación, antes de la llegada de la televisión.

Esta exposición presenta de manera relativamente amplia el trabajo de Colom correspondiente al período 1958-1964. La muestra se articula como una exploración del vínculo de este trabajo con la configuración histórica de un imaginario popular contemporáneo de la ciudad, cuya propagación ha dependido fundamentalmente de la fotografía. Con Colom culmina un ciclo histórico que se inaugura con el trabajo seminal de Català-Roca, con su libro sobre Barcelona de 1954.

La exposición se compone de tres partes que, a su vez, correspoden a tres puntos clave de la geografía urbana de la Barcelona contemporánea, y que han sido cruciales en la evolución de la ciudad en la historia reciente: el centro histórico del antiguo barrio Chino y hoy Raval, el mercado del Born y el frente litoral de la zona de Poblenou-Besòs. Aunque mantiene la centralidad del trabajo de Colom en el barrio Chino, el más extenso en toda su obra, la exposición también saca a la luz trabajos inéditos del autor realizados en esas otras zonas de la ciudad. De este modo, el conjunto aparece como un poderoso testimonio histórico de la transformación urbana de Barcelona, tomando como eje el punto de vista de las clases desfavorecidas.

La primera parte de la exposición es la principal e incluye una amplia selección de las imágenes del barrio Chino y de la vida en la calle. Éste es el trabajo más conocido de Colom. La secuencia de la exposición sugiere tanto una temporalidad cinematográfica como una secuencia de lectura de los diversos pasos de un proceso o un itinerario: los niños, los personajes de la calle, el entorno de la prostitución y su protocolo, desde los primeros contactos hasta la entrada en la pensión y el encuentro sexual. Esta parte de la exposición es la más extensa y en ella se plantean las cuestiones centrales de Colom: la calle como un teatro social, la vida en el submundo de los desheredados, la deriva como método de trabajo, la clandestinidad de la toma, con sus connotaciones de clandestinidad política. En esta primera parte es asimismo fundamental la película de 8 mm. que Colom realizó hacia 1960 en el barrio Chino, el Paralelo y las Ramblas, y que se presenta tambien en la exposición.

Las otras dos partes son de menor escala, aunque ambas son relativamente inéditas. La segunda parte consiste en una serie realizada en el antiguo mercado del Born en 1963 y es una incursión de Colom en la representación del trabajo. La tercera y última parte es un reportaje sobre la llegada del paseo Marítimo a la zona de barracas del Somorrostro, realizado en 1964, que fue parcialmente publicado en el Correo Catalán. El Somorrostro fue un barrio de barracas de población mayoritariamente gitana, trístemente célebre por su extrema pobreza. El barrio estaba situado junto al mar, entre el límite de Poblenou y la desembocadura del río Besòs. Tanto esta zona, donde se ha construido el recinto del Forum 2004, como la zona del Born son áreas de nueva centralidad en la actual expansión urbana de Barcelona y, por eso, recuperar estas fotografías es importante de cara a contribuir a una memoria crítica de la vida de las clases populares en la ciudad.

David Balsells y Jorge Ribalta, comisarios de la exposición

Artista: Joan Colom Comisarios: David Balsells Jorge Ribatta Colaboradores: Cultural Rioja Fotografía: Justo Rodríguez